

El guardián de las orillas
Río Tomebamba
El Tomebamba no es solo un río, es una memoria líquida que corre atravesando la ciudad y la vida de quienes la habitan. Sus aguas parecen hablar, aunque nadie las entienda del todo. Hay quienes dicen que, si uno escucha con atención en silencio, puede oír los susurros de los que alguna vez se detuvieron en su orilla.
En sus riberas los niños aprendieron a ser libres. Piedras lanzadas en competencia, juegos improvisados, barquitos de papel que partían con la esperanza de llegar a un destino invisible.
Las madres llamaban desde las casas coloniales cercanas, y el eco de esas voces aún parece quedarse flotando entre los árboles que lo acompañan.
Los jóvenes encontraron aquí un refugio. Muchos primeros amores nacieron bajo el rumor constante del agua. Promesas de eternidad fueron dichas en voz baja, sabiendo que solo el río sería testigo. Y cuando esas promesas no se cumplieron, fue él quien las guardó en silencio, sin juzgar, como quien entiende que la vida también se rompe y vuelve a empezar.
Los ancianos, en cambio, caminan despacio por la orilla recordando tiempos que ya no están. Para ellos, cada piedra tiene una historia y cada corriente trae consigo un recuerdo. Algunos cuentan que, en noches de lluvia fuerte, el Tomebamba ruge como un abuelo que se niega a ser olvidado.
El río no se detiene. Puede ser manso o furioso, pero siempre sigue adelante. Como la ciudad misma, que ha sabido levantarse de incendios, inundaciones y olvidos, el Tomebamba fluye sin mirar atrás.
Es un recordatorio permanente de que la vida avanza, aun cuando creamos que estamos quietos.