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Allí donde florece la ciudad

 La Plaza de las Flores

La Plaza de las Flores despierta cada mañana como un jardín abierto al corazón de Cuenca. El día comienza antes que el bullicio de la ciudad, cuando las vendedoras, con sus delantales coloridos y manos acostumbradas al trabajo, empiezan a ordenar los ramos. Entre canastas rebosantes de claveles, orquídeas, rosas y azucenas, arman un tapiz de aromas que se convierte en la bienvenida más cálida para todo aquel que cruza la plaza.

Frente a la iglesia del Carmen de la Asunción, el espacio se convierte en un punto de encuentro entre lo espiritual y lo cotidiano. Los turistas se detienen con asombro, levantan sus cámaras para atrapar la explosión de colores, mientras los cuencanos caminan con calma, eligiendo con cuidado un ramo para adornar la mesa familiar, agradecer un milagro cumplido o despedir a alguien querido.

 

Aquí, cada flor guarda un sentido oculto: un gesto de amor, una promesa de esperanza, una palabra de consuelo.

Con el tiempo, este rincón dejó de ser solo un mercado improvisado. La Plaza de las Flores se transformó en símbolo de la ciudad. No solo es un lugar donde se compran flores, sino un escenario vivo donde se celebra la vida en todas sus formas: en las risas de los niños que corren entre los puestos, en las conversaciones breves entre las floristas y los visitantes, en la calma de quien simplemente pasa a respirar el perfume que impregna el aire.

Cuando cae la tarde, la plaza se llena de una luz dorada que acaricia las paredes blancas del Santuario Mariano, y las flores parecen encenderse una vez más bajo los últimos rayos del sol. El bullicio se apaga poco a poco, pero el aroma persiste como un suspiro que se queda flotando en la memoria. Y al amanecer, el ciclo vuelve a comenzar: manos que ordenan pétalos, voces que saludan, y la ciudad que florece nuevamente, día tras día, como un ritual que nunca se rompe.

La Plaza de las Flores no es solo un lugar de venta. Es un refugio de vida, un poema cotidiano que se escribe con colores y fragancias. Es el recordatorio de que Cuenca florece cada día, incluso en los momentos más grises, porque aquí la belleza no se negocia: se comparte.

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