

La costurera de San Blas
Me casé a los 17 años. No sabía mucho de la vida, solo que quería formar un hogar.
Mi esposo se fue a Estados Unidos con la promesa de volver… pero nunca regresó. Al principio me mandaba cartas y dinero, pero un día todo se acabó: las cartas dejaron de llegar, el dinero también. Yo me quedé aquí, en Cuenca, con tres hijos pequeños y una máquina de coser vieja que era de mi abuela.
Esa máquina se volvió mi única aliada. Cosiendo ropa crié a mis hijos. Hubo noches en que trabajaba hasta la madrugada, con lágrimas cayendo sobre la tela, porque no sabía si alcanzaría para el pan del día siguiente. Aprendí a vivir con el sonido constante de la aguja, como un latido que me recordaba que no podía detenerme.
La vida fue dura. Vi a mis hijos crecer con carencias, pero también con dignidad. Nunca les faltó amor, aunque a veces faltara la comida. Me enseñaron a ser fuerte sin pedirlo, porque cuando me veían cansada me decían: mami, un día vamos a ayudarte nosotros.
Hoy, mis manos ya tiemblan. Mis ojos se cansan más rápido, y la aguja ya no corre tan ligera como antes. Pero sigo cosiendo. No porque necesite el dinero, sino porque cada puntada me recuerda que sobreviví.
Que nunca me rendí.
A veces, cuando paso por San Blas y escucho las campanas de la iglesia, pienso en esa joven de 17 años que creyó que la vida sería distinta. Y sonrío, porque aunque mi historia no tuvo el final que esperaba, aquí estoy, con mis hijos a mi lado.
Y eso, al final, fue la mejor obra que pude coser.
