

El obrero del tranvía
“Durante cinco años trabajé en la construcción del tranvía de Cuenca.
No fue fácil. Teníamos que levantarnos antes de que saliera el sol y muchas veces regresábamos a casa con la ropa cubierta de polvo, los brazos adoloridos y el corazón cansado.
Recuerdo que al principio la gente nos insultaba en las calles. Nos gritaban porque cerrábamos las avenidas, porque el ruido no los dejaba dormir, porque sentían que no valía la pena tanto sacrificio. Y yo entendía su enojo. A veces, ni siquiera nosotros sabíamos si nos iban a pagar completo.
Más de una vez pensé en renunciar. Pero había algo que me detenía: la idea de que un día, cuando el tranvía pasara por esas mismas calles, podría decirle a mis hijos y a mis nietos: yo puse ese riel.
Ese orgullo fue lo que me sostuvo cuando el cansancio me tumbaba.
Hoy, cada vez que veo al tranvía avanzar por el centro, siento un nudo en la garganta. Nadie conoce mi nombre, nadie sabrá que estas manos partieron piedras, levantaron rieles y aguantaron insultos. Pero yo lo sé. Y eso basta.
Tal vez no quedamos en ninguna placa conmemorativa. Pero el día que me vaya de este mundo, sé que el tranvía seguirá recorriendo Cuenca. Y cada vez que lo vea pasar, me recordaré a mí mismo: esa también es mi huella en la ciudad.”
