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El hombre del Puente Roto

Tenía 12 años cuando mi madre me dio una canasta de colaciones y me dijo: anda al Puente de Todos Santos y no vuelvas hasta venderlas todas. En casa éramos nueve hermanos, y lo poco que ella ganaba lavando ropa no alcanzaba para todos. Vender dulces era mi manera de ayudar.

Recuerdo como si fuera ayer el 3 de abril de 1950. El río creció con una fuerza que nunca había visto, y de pronto el puente se partió en dos. El estruendo se escuchó en toda la ciudad.

 

Desde ese día, dejó de ser el Puente de Todos Santos y pasó a ser el Puente Roto. Yo estaba allí, un niño con una canasta en las manos, mirando cómo cambiaba para siempre un pedazo de Cuenca.

Aunque el puente quedó incompleto, yo seguí yendo. Ese lugar se convirtió en mi escuela: aprendí a gritar colaciones, colaciones aunque me diera vergüenza, a soportar el frío y la lluvia, a contar monedas antes que a leer bien.

 

Y lo más importante, aprendí lo que significa sacrificio: regresar con la canasta vacía era la única manera de que mis hermanos tuvieran pan en la mesa.

Hoy tengo más de 80 años. A veces vuelvo al Puente Roto, ya no para vender, sino para mirar las piedras que sobrevivieron. Cada vez que paso mi mano sobre ellas, siento que ahí está mi infancia, mi esfuerzo y la memoria de mi madre.

Para algunos es solo una ruina turística. Para mí, es el lugar donde me hice hombre. Y cada funda de colaciones que vendo o que recuerdo vender, no era solo un dulce: era un pedacito de vida que llevaba en esa canasta.

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"Un puente puede romperse en la piedra, pero nunca en la memoria. Lo que haces de niño para ayudar a tu familia es lo que te sostiene toda la vida."
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