

Bajo el agua del Tomebamba
Tenía 10 años cuando el río casi me traga.
Jugaba con mis amigos cerca de la orilla, y en un segundo la corriente me arrancó de los pies. Sentí el agua fría cerrándome la garganta, los pulmones ardiendo, las manos buscando algo a qué aferrarse. Creí que hasta ahí llegaba.
No sé cómo logré agarrarme de una rama. Salí temblando, con los ojos rojos y el pecho en llamas.
Desde ese día, el Tomebamba dejó de ser solo un río. Para mí se convirtió en un recuerdo vivo, en un miedo que no me dejaba dormir. Cada vez que lo escuchaba correr de noche, sentía que me llamaba otra vez.
Mientras otros niños se lanzaban felices a nadar, yo me quedaba en la orilla fingiendo. Me reía, pero por dentro me quebraba. Nunca lo conté, porque en mi barrio ser cobarde era peor que morirse.
Con los años aprendí a entrar de nuevo al agua, poco a poco, como quien vuelve a mirar a un enemigo. Nunca lo amé, nunca lo sentí amigo. Pero lo respeto. Porque aquel día entendí que la muerte puede estar en cualquier parte, incluso en lo que parece hermoso.
Ahora camino por la orilla del Tomebamba y lo miro sin rencor. Tal vez no me quitó la vida, pero sí me dejó una herida que todavía me acompaña.
Y con los años aprendí a vivir con eso: con la certeza de que no todos los miedos se vencen, algunos solo se aprenden a cargar.
